miércoles, 29 de mayo de 2013

MASCULINIDADES CONSCIENTES





¿Qué hacemos con la masculinidad: reformarla, o abolirla transformarla?

Jokin Azpiazu analiza las contradicciones del popular discurso de las nuevas masculinidades: el excesivo protagonismo, la escasa vinculación a las teorías feministas, el heterocentrismo, el binarismo, o las resistencias a renunciar a los privilegios.

Jokin Aspiazu Carballo, sociólogo y activista de los movimientos sociales.

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Durante los últimos años, el estudio de la masculinidad (o las masculinidades) ha recibido gran atención tanto en el ámbito de la investigación como en otros ámbitos sociales, como por ejemplo el de los medios de comunicación. Al amparo de los estudios de género, en varias universidades se están realizando estudios sobre masculinidad, y las líneas de investigación sobre el tema se están fortaleciendo y afianzando. Al mismo tiempo se están impulsando diferentes iniciativas en el terreno de los movimientos sociales así como en el de la intervención institucional, siendo probablemente las más conocidas los denominados “grupos de hombres”.
La idea que subyace en la atención que la masculinidad está recibiendo en el terreno académico es la siguiente: el género es una construcción social (tal y como la teoría feminista ha argumentado ampliamente) que también nos afecta a los hombres. Por lo tanto, poner el “ser hombre” a debate e iniciar una tarea de deconstrucción es posible. Así, los estudios sobre la masculinidad nos animan a ampliar la mirada sobre el género, a mirar a los hombres. Esto tiene sus efectos positivos, ya que los hombres no nos situaríamos ya en la base de “lo universal” sino en el terreno de las normas de género y su contingencia histórica y social.

 
Las investigaciones tienden a centrarse en la identidad (qué significa ser hombre para el propio hombre) y no tanto en las relaciones de poder. Son cada vez más auto-referenciales, en vez de basarse en las aportaciones de las teorías feministas
Sin embargo, de este planteamiento pueden emerger un gran número de dudas y contradicciones. El movimiento feminista ha conseguido en las últimas décadas redireccionar la mirada (científica, medíatica, social) hacia las mujeres. Este fenómeno se da además en un mar de contradicciones y contra-efectos al que los feminismos han tenido que responder a través de la crítica, la implementación y, al fin y al cabo, la transformación de esa misma “mirada”. Las ciencias sociales han observado a menudo a las mujeres como meros objetos sin capacidad de agencia y sin voz, y debido a ello ha sido necesario reivindicar que no sólo se trata de “mirar a” sino de “cómo” mirar. De cualquier forma, lo que ahora nos atañe es que en los últimos años esa mirada se dirige hacia los hombres. A menudo, sin embargo, no se pone suficiente énfasis en explicar que todo el periodo histórico anterior (y el actual en gran medida) se caracteriza precisamente por la negación de la existencia social de las mujeres. Es decir, que la mirada -social, académica, mediática- siempre ha estado dirigida a los hombres.
En el terreno social y asociativo, los “grupos de hombres” son probablemente las iniciativas más conocidas, pero no las únicas. Se han realizado en los últimos años varias acciones más que nos han tenido a los hombres como protagonistas. Muchas de ellas se han desarrollado en torno a la violencia machista: cadenas humanas, manifiestos, campañana publicitarias y foto-denuncias… Los hombres hemos anunciado en público nuestra intención de incidir en la lucha contra el sexismo y el machismo, y a menudo hemos recibido por ello abundante atención mediática, más que los grupos de mujeres que se dedican a lo mismo.
El punto de partida de estas iniciativas es la necesidad de que los hombres nos impliquemos contra el sexismo, lo que se ha enunciado de maneras bien diversas: se ha dicho que nuestra implicación es indispensable, que es nuestra obligación, que supone una ventaja para nosotros también, que sin nosotros el cambio es imposible… Cada forma de plantear el asunto implica matices bien diferentes. En cualquier caso, estaríamos hablando del uso y ocupación del espacio público (las calles, los medios, los discursos) y en ese terreno se ha visualizado de manera bastante clara que una palabra de hombre vale más que el enunciado completo de las mujeres, aunque ambas hablen de sexismo.
Durante los años 2011 y 2012, realicé una pequeña investigación respecto a estas cuestiones en el marco del máster de ‘Estudios feministas y de género’ de la Universidad del País Vasco. Mi objetivo era señalar algunas cuestiones que pueden resultar problemáticas sobre el trabajo con “masculinidades” tanto desde el punto de vista académico como movimentista. Traté de señalar algunos de los anclajes en los que se está amarrando la construcción discursiva en torno a las masculinidades hoy en día.






Al mismo tiempo que se reivindican diferentes maneras de vivir la masculinidad, se identifica con sujetos concretos: diagnosticados hombres al nacer, heterosexuales, involucrados en relaciones de pareja. Quienes no encajábamos en la norma, quedamos fuera


 

En el terreno académico hubo especialmente dos cuestiones que llamaron mi atención. Por un lado me parece que a la hora de investigar sobre masculinidad hay una tendencia bastante general a centrarse en la identidad, en detrimento de los puntos de vista que priorizan el enfoque sobre el poder o la hegemonía. Se estudia mucho qué siginifica ser hombre para el propio hombre, y no tanto cómo incide en las relaciones entre personas que hemos sido asignadas en diferentes sexos. Por otro lado, tengo la impresión de que los estudios sobre esta cuestión se están conviritiendo cada vez más en auto-referenciales. Los estudios sobre masculinidades parten de presupuestos teóricos construidos en los propios estudios sobre masculinidades, y cada vez se nutren menos de reflexiones feministas.


Esto tiene consecuencias de impacto tanto en el enfoque (o mirada) que se utiliza para abordar el tema, así como en el contexto del que se parte. Por ejemplo, una cuestión difícil y problemática en la teoría y práctica feminista de las últimas décadas ha sido la del sujeto, la pregunta clave que intensos debates tratan de contestar: ¿quién es hoy en día el sujeto político del feminismo, ahora que precisamente las diferentes expresiones feministas han cuestionado la categoría mujer como única, partiendo de las diferentes experiencias y posiciones de las mujeres en lo social? El intento de articular la capacidad política y subjetiva de las mujeres en esta red o maraña de diferencias es una cuestión de vital importancia, y por lo tanto, muy complicada. Sin embargo, las implicaciones que la participación de los hombres en “el feminismo” podrían suponer no son un tema de debate principal en las teorías sobre masculinidad. Esto determina la dirección en la cual se desarrollan los debates, dejando de lado temas que para los feminismos son de crucial importancia.
Saltando al terreno de los movimientos sociales me dediqué al estudio de algunos escritos y documentos publicados  (en el ámbito de la Comunidad Autónoma Vasca) por grupos de hombres e iniciativas institucionales en torno a la masculinidad. En ese trabajo, incompleto aún, pude empezar a dibujar algunas claves que en mi opinión merece la pena poner sobre la mesa:
Para empezar, hablamos de masculinidad y aún nos referimos a un modelo muy concreto. Al mismo tiempo que se reivindica que existen diferentes maneras de vivir la masculinidad, se identifica el ejercicio de la misma con sujetos concretos: personas que han sido identificadas como hombres al nacer, heterosexuales, en la mayoría de los casos involucrados en relaciones de pareja. El resto, quienes hemos tenido algún problema que otro para encajar en el carril de la masculinidad “hegemónica” (hombres trans, homosexuales, afeminados…) quedamos fuera de esa categoría. Esto supone un doble riesgo: por un lado decir que no somos hombres (por mí bien, ojalá) pero por otro, pensar que por ser masculinidades “marginales” no ostentamos actitudes hegemónicas y poder.
En este sentido, la mayoría de propuestas vienen a cuestionar y modificar las relaciones que se dan entre hombres y mujeres, sobre todo en el terreno familiar y doméstico, dejando de lado (o prestando mucha menos atención) a otros espacios, sujetos y situaciones. Reivindicamos que los hombres nos tenemos que poner el delantal, pero no tenemos demasiadas propuestas para cómo (por ejemplo) rechazar los privilegios que ser hombres nos aporta en el mercado laboral.
En cambio, nos resulta más fácil denunciar las cargas y “daños colaterales” que el patriarcado nos ha impuesto. Señalamos los espacios que nos han sido negados por ser hombres y subrayamos la necesidad de conquistarlos, pero tenemos más dificultades para enfatizar el otro lado de la moneda, los espacios que el patriarcado nos ha dado, aquellos que tenemos que des-conquistar. No señalamos, además, que esta moneda no es casi nunca simétrica, que estos privilegios nos vienen muy bien para movernos en el mundo actual.
En este sentido, me parece muy importante identificar las motivaciones que nos llevan a implicarnos en las luchas por la igualdad. Estamos dispuestos a asumir algunos de los trabajos que históricamente han realizado las mujeres (los trabajos de cuidado son paradigmáticos en este caso). Decimos que el cuidado de nuestras criaturas (de aquellos que las tengan, claro) es fundamental, y más aún, señalamos las ventajas que esto nos traerá. Sin embargo, mencionar a las personas enfermas, o con autonomía reducida por cualquier motivo, nos cuesta bastante más. Decimos que con la igualdad ganaremos tod*s, pero si lo que el patriarcado supone es precisamente una red de poder de distribución desigual, no guste o no, alguien tendrá que perder con la igualdad. Y así deberá ser, si algunos sujetos se empoderan, otros tendremos que des-empoderarnos (si es que existe el concepto). Deberíamos dejar claro que esto no será una ventaja, no será bueno para todos, no será un regalo del cielo. Pero eso no quita que haya que hacerlo.
En las dos últimas décadas las teorías feministas han cuestionado el carácter binario del sexo. Nosotros parece que sentimos más apego del que pensábamos hacia la noción de masculinidad, seguramente porque sabemos que nos aporta privilegios

Asimismo, identifiqué en al análisis de algunos textos ciertos discursos de presunción de inocencia; la necesidad de reivindicar, ante un supuesto exceso de radicalidad de los feminismos, que todos los hombres no somos iguales. Es evidente que todos los hombres no somos iguales ni ejercemos de la misma manera la masculinidad, pero sería interesante estudiar por qué nos sentimos culpables o atacados y por qué nos enfadan según que críticas o discursos. De alguna manera, se intuye la búsqueda de una nueva identidad personal y grupal, la de los hombres “alternativos”.


Unido a todo esto, el concepto “nuevas masculinidades” emerge con fuerza en los últimos años, en algunos casos con vocación descriptiva (en el terreno académico) y en otras como propuesta de modelo a construir (en los movimientos sociales). En ambos casos me parece necesario y pertinente problematizar el concepto.

En el primero de los casos, me parece excesivo afirmar la existencia de “nuevas masculinidades” de manera acrítica. Claro que la masculinidad está cambiando, pero ¿cuándo no? Y, ¿en qué sentido y en que contexto está cambiando? ¿No será la masculinidad de cierta clase social en cierto contexto la que está cambiando o al menos la que hace visible su cambio? ¿Son todos los cambios en la masculinidad “positivos” y “voluntarios”? Estos cambios y novedades que nos son visibles en lo identitario, ¿en qué medida y cómo afectan a las relaciones entre hombres y mujeres en el terreno material (reparto de recursos y poderes de todo tipo)? Diría que es posible trazar formas distintas en las que hombres y mujeres han vivido la masculinidad a lo largo de la historia, pero sólo en este momento preciso hablamos de “nuevas masculinidades”, precisamente cuando es el grupo “hegemónico” el que está dando pasos hacia la transformación consciente del modelo masculino (transformación, que dicho sea de paso, valoro positivamente). No quisiera por tanto cuestionar la capacidad para vivir la masculinidad de formas distintas señalada en el término “nuevas masculinidades”. Es su inflación discursiva lo que me preocupa.

En el terreno social, reivindicar la búsqueda de “nuevas masculinidades” (que, a menudo, como he expuesto anteriormente, se limita de antemano a ciertos sujetos) puede tener además de su lado positivo un lado problemático. En las dos últimas décadas las teorías feministas han cuestionado el carácter binario del sexo. A pesar de las diferentes opiniones en el seno de los movimientos, diría que los debates han sido ricos y productivos. Sin embargo, nosotros todavía ni nos hemos planteado en la mayoría de los casos qué hacer con la masculinidad: ¿Reformarla? ¿Transformarla? ¿Abolirla?

Parece que sentimos más apego del que pensábamos hacia la masculinidad, seguramente porque de manera consciente e inconsciente sabemos que los privilegios que nos aporta no están nada mal. Pero aún cuando hacemos un intento de cuestionar los privilegios no somos capaces de retratar nuestras vidas y utopías más allá de la masculinidad (sea “nueva” o no). Sin obviar que la deconstrucción de la feminidad y la masculinidad conlleva consecuencias diferentes a muchos niveles, deberíamos intentar atender al debate.







UN HOMBRE ESTRUCTURADO

1. No se apega a una mujer.
2. No crea antagonismos y rivalidades enfermizas con las mujeres.
3. No le teme a la mujer y a su femenino interno.
4. Tiene un distanciamiento equilibrado con el sexo opuesto, sin odios (hombre agresivo) ni indiferencias (hombre esquizoide),  ni acercamientos con miedos irracionales (hombre apegado), ni antiguas culpas (hombre sumiso).
5. No se somete porque se respeta a si mismo.
6. No genera violencia porque respeta a los demás.
7. Sabe qué debe negociar y que no.
8. No es un dechado de virtudes pero es capaz de amar.
9. No esta fraccionado, no se mueve en el incesante vaivén del conflicto atracción-repulsión, ve el dilema, lo admite e intenta superarlo.
10. Sabe que aunque su masculinidad surja de lo femenino, tiene timón propio y un rumbo personal y específico. Entiende que la separación infantil de lo femenino es simplemente el inicio de un proceso para seguir creciendo como hombre.
11. Ama su femenino por que esta emocionalmente reconciliado.
12. Lo Cuida, lo incluye en su vida cotidiana y deja que se manifieste su femenino cuando así se requiera.
13. De acuerdo a la demanda, puede ser tan maternal como la mujer más tierna o tan furioso como el más bravo de los guerreros, pero luego cuando la situación se restablece, regresa tranquilamente a su nivel basal y a la potencialidad mixta del ying y el yang que su masculinidad le permita.
14. Al sanarse internamente, no debe hacer demasiados esfuerzos para acomodarse al amor, sólo deja que éste ocurra y se manifieste.

 Fuente:http://mujeressinfonterasysinbozal.blogspot.com.es y http://www.pikaramagazine.com

sábado, 11 de mayo de 2013

Hombres por la igualdad



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"Lo que verdaderamente es importante es que los hombres de hoy seamos capaces de ensanchar nuestro repertorio de comportamientos posibles; que empecemos a superar los recelos que nos produce el tránsito a una masculinidad más y más definida por nosotros mismos; que veamos ese tránsito no ya como una pérdida, sino como una ganancia, y que lo contemplemos como un modo de poner en funcionamiento todos los recursos internos que aún no hemos explotado.”  
(Donald Bell, 1987).

En la década de 1970, en los Estados Unidos, los hombres empezaron a reunirse y a formar grupos de autoconciencia masculinos de modo parecido a como hicieron las mujeres para reflexionar acerca de los papeles o roles tradicionales que se les han asignado durante siglos. En Gran Bretaña destacaron especialmente dos  grupos: Men for Men (que se reunía en Spectrum, Londres) y el grupo Achilles Heel, que publicó en 1978 una revista de política sexual con el mismo nombre en la que los hombres declararon sentirse víctimas de las limitaciones regidas por una masculinidad convencional.(1)

En estos grupos se reunían varones de distintas clases sociales y de diferentes orígenes que practicaban distintas formas de sexualidad. Fue una experiencia que todos los autores recuerdan como difícil y llena de frustración, según Rivera Garreta (2005), principalmente por la dificultad que encontraban para intimar entre sí, para expresarse, para confiar unos en otros y compartir sus experiencias, pese a que estaban deseosos de hacerlo. Algunos de ellos tenían sentimientos de temor y rabia ante los cambios que estaban experimentando las mujeres, que dejaron de estar atadas económica o legalmente a los hombres gracias a la lucha feminista que se estaba desarrollando en Occidente.

Al principio las relaciones de los hombres con el feminismo fueron de carácter ambivalente, porque en parte se sentían víctimas de la lucha de las mujeres por alcanzar la independencia y por cambiar sus roles sociales, y temían sus  logros personales y políticos. Sin embargo, pronto aprendieron a asumir esa inseguridad y esa ambigüedad y a tratarla como un fenómeno normal en el seno de una época cambiante. Entendieron que en lugar de negar tales emociones, debían tomar conciencia de ellas y del modo en cómo los estaba afectando. Debían explorar y afrontar esos sentimientos contradictorios:  

Nuestras sensaciones de inseguridad y resentimiento no nos convierten en seres sexistas o antifeministas. En realidad, probablemente sean índices de lo contrario, de que somos individuos que tratan de afrontar los cambios que tienen lugar en sus vidas. (…) Es probable que los hombres, en su intento por descubrir un nuevo concepto de la masculinidad, hayan de recorren un camino tan largo y áspero como el que recorrieron las mujeres. Las definiciones tradicionales y las exigencias de comportamiento no se desvanecen en el aire así como así, y nuestros sentimientos ambiguos y contradictorios seguirán formando parte de nuestras vidas, a veces en franco retroceso, a veces de modo más imperioso”. (Donald Bell, 1987).

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Los hombres necesitaban reflexionar acerca de la masculinidad, el poder, la sexualidad, la paternidad, la violencia, las relaciones sexuales y sentimentales, y más tarde, el Sida. Se rebelaron contra la educación patriarcal que habían recibido (severa, pragmática, racionalista), y que les había convertido en adultos con dificultad para expresar emociones o compartirlas. Se rebelaron asimismo contra el padre ausente y la madre hiperpresente, que no les educaron para que fueran autónomos, sino dependientes de las mujeres en todos los asuntos domésticos y prácticos de la vida cotidiana. También asumieron la importancia de trabar relaciones solidarias y más expresivas con otros hombres, de reforzar las relaciones íntimas entre ellos y ser capaces de compartir emociones, sentimientos e inquietudes sin miedo a sentirse poco hombres o sin miedo a ser tachados de “afeminados”.

La propuesta de Sleider, según Rivera Garreta, fue recuperar el sentido de la emotividad masculina, “porque entienden que sólo recuperando las emociones personales concretas puede un hombre implicarse en las relaciones, partiendo de sí”. Sleider propuso una reinvención de la paternidad, para crearla libre de estereotipos y de instancias de poder y dominio, orientándola con el amor, porque “el hombre es también necesario en el proceso de la procreación humana, y porque es una riqueza, tanto para el hijo como para la hija, la relación significativa con su padre a lo largo de toda la vida”.

También manifestaron su deseo de separar sexualidad y poder: Saca el poder de tu cama y diviértete fue un lema recurrente de la época. El deseo de tener relaciones igualitarias con las mujeres, y de despojar de dominio y poder sus relaciones con sus hijos e hijas fue, según Milagros Rivera Garretas, fundamental porque supuso un cambio cualitativo en el orden simbólico y cultural.

Los hombres de los grupos de autoconciencia masculina dieron el paso político gigantesco de tratar de dejar de considerar el poder como un valor, para acabar entendiéndolo como un obstáculo en su objetivo de redescubrir la masculinidad. Desde entonces los hombres están expresando su deseo de liberarse de las estructuras de opresión de igual modo que las mujeres (2).  Cuando se han sentado a hablar, han descubierto que ellos también han sido víctimas de las rígidas estructuras patriarcales que entienden la masculinidad desde un punto de vista único, hegemónico y tradicional.

En la cúspide de esta jerarquía de masculinidades, se encuentra el hombre blanco, occidental, heterosexual, joven, viril,  valiente, forzudo, de emociones contenidas y cabeza de una familia numerosa donde su autoridad es incuestionable. ¿Y qué ocurre con los hombres ancianos, con los hombres enfermos, los hombres homosexuales, los hombres de otras razas, los hombres pobres?

La masculinidad tradicional y patriarcal impone la idea de que un hombre no llora, que los hombres no deben expresar sus emociones, ni dejar ver su sensibilidad, ni por supuesto, parecerse en nada a las mujeres. Además, los primeros estudios sobre la masculinidad inciden en la idea de que la virilidad hegemónica se impone sobre otras concepciones culturales de la masculinidad, sobre otras formas de entenderla. El machismo reclama al hombre que demuestre permanentemente su condición viril; si le retan, habrá de pelearse, si le cuestionan su autoridad en el marco familiar, deberá dejar claro "quién manda", si le ofenden, habrá de reparar su honor…


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En el seno de estos grupos los hombres reflexionan sobre sí mismos, sobre la creación cultural de los roles impuestos, y debate acerca de cómo transformarlos, reinventarlos, para echar abajo la eterna guerra entre sexos. Los hombres igualitarios quieren incrementar su capacidad de comunicarse para poder estar cerca de sus parejas, para poder involucrarse en la vida en común, compartir tareas domésticas y cuidado y educación de los hijos. Los hombres antipatriarcales, quieren, en fin, un mundo más igualitario, justo y libre para todos. Desean la emancipación de las mujeres porque sienten que, con la de ellas se incrementará la suya. Se trata de liberarse de los roles y las etiquetas, y descrubrir nuevas formas de relación basadas en la libertad y la igualdad

“Los hombres nos hemos acostumbrado a confiar en las mujeres para darnos un masaje al Ego. Nos hemos vuelto hacia ellas, por lo general, desde una posición de fuerza, lo cual, por irónico que resulte, nos ha empujado a sentirnos en estrecha dependencia de las mujeres, al menos en lo tocante a la confirmación de nuestra autoestima. Ahora, por el contrario, tal vez haya llegado el momento de compartir nuestros sentimientos desde unos presupuestos de completa igualdad. Ello nos posibilitará, a manera de contrapartida, el modo de no enseñorearnos de nuestra tendencia a la dominación masculina sobre nuestra compañera, de no confiar en ellas para renovar nuestra evanescente autoestima” (Donald H. Bell, 1987)

Uno de los temas que más se trabajan en el seno de estos grupos de reflexión cuya militancia como movimiento tiene lugar sobre todo en el terreno de la cotidianidad y de la interacción social, es el espinoso y duro asunto del reparto de las tareas domésticas. Es un área especialmente delicada porque es el lugar donde se libran batallas a diario; muchas mujeres, de hecho, acusan a los hombres profeministas y proigualitarios de que se les da muy bien la teoría, pero son ellas las que siguen limpiando los retretes. 

El asunto del reparto de las tareas es una cuestión que trasciende el género porque las disputas en el campo de lo doméstico se dan también en hogares formados por mujeres o por hombres exclusivamente; el equilibrio igualitario siempre es difícil de alcanzar en cualquier tipo de convivencia comunitaria, y se sitúa a menudo en una permanente renegociación de las tareas asignadas a cada persona.

Pero cuando se trata de una pareja heterosexual o de una pareja homosexual que practica un reparto rígido y tradicional de los roles de género, la lucha trasciende la mera convivencia para dar paso a la eterna lucha entre los géneros. Limpiar retretes no es agradable para nadie, y como señala Pierre Bourdieu (1998), los hombres han estado instalados desde siempre en una clase social más alta que las mujeres, como si unos fueran de la nobleza y las otras del pueblo llano, y como si cada uno tuviese unas obligaciones particulares o unas aptitudes especiales según el género al que pertenecen.

Cuando las mujeres reclaman la igualdad no lo hacen tan sólo en el ámbito político o económico, sino también en el sentimental y sobre todo en el doméstico, que es en la actualidad el campo de batalla de las parejas posmodernas. Los hombres tratan de concienciarse de que su papel en el hogar no es el del señor que tiene una criada, ni tampoco que su rol sea “ayudar” a las mujeres, porque ambos miembros de la pareja traen hoy a casa el sueldo. Ellos aspiran a compartir igualitariamente las tareas, y se muestran dispuestos a aprender a coser y planchar, pero también exigen a las mujeres que se impliquen en las tareas de reparación, mantenimiento, bricolaje o jardinería, tareas domésticas que siempre han sido atribuidas al hombre y que también son duras.

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Ante la sobrecarga de trabajo de la mujer posmoderna por su doble y hasta triple jornada laboral, dentro y fuera de casa, a algunos hombres no les representa contradicción alguna defender su propia “exención del trabajo doméstico” y al mismo tiempo aceptar la igualdad de los derechos de la mujer, según Ulrick Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim (2001). Sin embargo, muchos otros hombres han entendido que no pueden ya desentenderse de las cuestiones principales para sobrevivir, como son la nutrición, la higiene, las tareas de limpieza, etc. en el seno del hogar, y la crianza y educación de los hijos. Principalmente porque la mujer se siente sobreexplotada y porque, a la par, aumentan progresivamente los hogares monoparentales encabezados por hombres solteros, separados o divorciados.

De algún modo los hombres se sienten menos dependientes de las mujeres cuando aprenden y se encargan de estas tareas, porque les proporcionan autonomía para poder vivir solos si no tienen pareja, y les permiten asimismo convivir con mujeres u otros hombres mediante pactos de convivencia igualitarios, basados en la apetencia de estar juntos, y no en la necesidad y la dependencia mutua como hasta ahora. En este sentido, autores como Ulrick Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim han estudiado el “síndrome del ama de casa” que están experimentando los nuevos padres y los amos de casa, y cuyos principales efectos son la sensación de la invisibilidad de su labor, la ausencia de reconocimiento social y la falta de autoestima. Es entonces cuando los hombres revisan su opinión sobre el trabajo y reconocen la importancia del empleo remunerado para la autoafirmación, la independencia económica y la necesidad de las relaciones sociales, tanto para ellos como para sus parejas.


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Autores como Donald Bell (1987) vaticinaron que los hombres y las mujeres “se sentirán probablemente obligados a mantener una estructura de trabajo dual tanto por razones económicas cuanto por lograr una sensación de éxito mutuo”. Es decir, para que ambos miembros de la pareja se sientan en igualdad de condiciones, la gran lucha del siglo XXI será la conciliación de la vida laboral con la vida personal, amorosa y familiar para ambos géneros, no sólo para las mujeres. Ellos también demandan ahora tiempo para disfrutar de su vida y de su familia; pero la estructura patriarcal aún condena a los primeros hombres que comienzan a disfrutar de bajas paternales para atender a su  compañera y su bebé. 

Para lograr esta igualdad y esta conciliación son necesarias soluciones en el área doméstica (pactos negociables de tareas), y en el área laboral, (como los trabajos a tiempo parcial para ambos integrantes de la pareja, horarios de trabajo más flexibles, posibilidad de realizar el trabajo desde casa, ampliación de la baja laboral por paternidad, etc.). En la actualidad, se han experimentado muchas de estas innovaciones en algunos países europeos, en sociedades que muestran históricamente un mayor compromiso con la igualdad entre hombres y mujeres. 

Hay autores como Oscar Guasch (2000) que afirman que, a diferencia de lo acontecido con el feminismo, no existe aún ningún movimiento político sólido protagonizado por varones que consiga penetrar con sus propuestas todo el sistema social. Sin embargo, la importancia de este movimiento social radica en que también tiene un carácter político si consideramos que el lema de los 70 “lo personal es político” es cierto. En este sentido, sí creemos que el movimiento masculino está logrando un cambio significativo en las relaciones entre los géneros, y en las relaciones con sus hijos, sus hijas, sus amigos y demás redes sociales y familiares. Es decir, que sí han tenido un impacto relevante en la vida cotidiana de las personas, y éste aumenta gracias a la progresiva visibilización de estos grupos en los medios de comunicación de masas. 
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Hoy en día, además de en los países de origen, existen grupos de hombres en Canadá, Inglaterra, Australia y algunos países de Latinoamérica, como Chile, Nicaragua, Guatemala o México. Estos grupos de hombres han formado asociaciones y organizaciones sociales con una labor activa y con cada vez mayor presencia en los medios de comunicación. Todos ellos tienen una fuerte presencia en Internet, gracias a la cual les es posible conocerse, coordinarse, y organizar asambleas internacionales de grupos de hombres para intercambiar información y experiencias.  Algunos de ellos son: Colectivo de Varones Antipatriarcales, NOMAS, Red Iberoamericana de Masculinidades, Foro sobre Masculinidades (El Salvador), Gendes (México), Colectivo Magenta (Perú), Hombres por la equidad (México), Colectivo de Varones de Valparaíso, Instituto Wem de Masculinidades (Costa Rica), Masculinidades y Género (Uruguay), Red Peruana de Masculinidades, National Organization of Men Against Sexism of USA,  Kolectivo Poroto, Achilles Heel (U.K),  XY (Australia), European Men Profeminist Network, EU-Men, Gender Trainers and Experts, Red Masculinidad FLACSO (Chile), Varones Argentina, Coriac, Intermis, Hombres con faldas; Collectif masculin contre le sexisme, Hommes contre le patriarcat, Coalition anti-masculiniste. Los grupos de hombres que trabajan principalmente contra la violencia machista son: The White Ribbon CampaignMen Against Violence Webring, ASI NO, Hombrecitos contra la Violencia Machista . 

En España los primeros grupos de hombres surgen en Valencia y Sevilla en 1985; en la actualidad, no sólo existen numerosos grupos de hombres en diferentes ciudades, sino que además existen grupos masculinos que trabajan por la abolición de la prostitución, por el fin de la violencia sexista, y por la igualdad de género. Entre los grupos más importantes a destacar se encuentran Red de Hombres por la Igualdad,  Red de Hombres profeministas; AHIGE (Asociación de Hombres por la Igualdad de Género); Centro de Estudios sobre la condición masculina (Madrid); Gizonduz; Grupo de Hombres Gasteiz, Hombres por la igualdad (Jeréz), Hombres por el Bienestar y el desarrollo personal, Prometeo. (León), Foro Hombres Igualdad, Hombres de Canarias por la IgualdadHombres en búsqueda. (Barcelona), Asamblea de Hombres Madrid, STOP Machismo (Madrid), Kontracorriente de Vallekas, (Madrid), Grupo de Hombres de Granada, Grupo de Hombres de Sevilla, Fundacion F.H.I.V.I.S ( Fuengirola), Hombres Solidarios (Granada), Alcachofa (Cataluña), Sopa de Hombres (Barcelona), Hombres Abolicionistas.

Este artículo es una síntesis de un capítulo del libro 
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BIBLIOGRAFÍA
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2  Beck, Ulrich, y Beck-Gernsheim, Elisabeth: “El normal caos del amor. Las nuevas formas de relación amorosa”, Paidós, Barcelona, 2001.
3    Bell, Donald H: “Ser varón”. Tusquets, Barcelona, 1987.
4    Herrera Gomez, Coral: "Más allá de las etiquetas. Feminismos, Masculinidades y Queer", Txalaparta, 2011. 
5  Gil Calvo, Enrique: “El nuevo sexo débil. Los dilemas del varón posmoderno”, Temas de Hoy, Ensayo, Madrid, 1997.
6    Guasch, Òscar: “La crisis de la heterosexualidad”, Ed. Laertes, Barcelona, 2000.
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